MADRID.- David tiene 42 años. Por las mañanas se levanta, desayuna y sale de casa para ir andando al quiosco donde vende periódicos. Después de comer vuelve al trabajo, menos un par de días a la semana que tiene gimnasia. Saluda a todos los conocidos del barrio cuando se los cruza por la calle y les felicita puntualmente el día de su cumpleaños. Nada extraño hasta ahí si no fuese por un detalle: David tiene autismo.
Su madre, Isabel Bayonas, conoce bien la sensación de muchas familias con un hijo diferente: el deambular de un médico a otro en busca de una etiqueta para el trastorno de su niño, los cambios constantes de colegio, la frustración y la rabia. Las cosas han mejorado mucho desde que nació David, pero una preocupación sigue presente en la mente de esos padres: "¿Qué será de mi hijo cuando yo no esté?". Muchos se enfrentan al dilema de cuidarle cuando ellos sufren los achaques de la edad y no siempre encuentran los recursos necesarios. Centros de día, residencias, talleres... lo importante es elegir la opción que mejor se adapte a cada caso.
El caso de David es el mejor ejemplo posible del papel que puede jugar la familia para lograr la integración. Su madre (rejoneadora de profesión) tardó algunos meses en darse cuenta de que su bebé era diferente del resto ("será porque era primeriza y había tenido más contacto con los caballos que con niños pequeños"). Pero cuando empezó a preguntar a los pediatras, le dijeron que estaba perfecto, que simplemente tenía un desarrollo más tardío: no comenzó a andar hasta los 18 meses y no habló hasta los ocho años.
Cualquiera puede imaginarse sin esfuerzo el sufrimiento de Isabel y su difunto marido (piloto de combate), el peregrinar de una consulta a otra escuchando ora que todo estaba bien, ora que el niño era deficiente mental; las palmaditas en la espalda mientras David se autoagredía. "Ahora el diagnóstico es más fácil", explica esta mujer, que acumula entre sus cargos la presidencia de la Organización Mundial de Autismo, la de una de las dos confederaciones de padres españoles (APNA) –fundada en su casa en 1976– y la vicepresidencia de la Federación Latinoamericana de Autismo, entre una larga lista que encabeza ser madre de cuatro hijos (David es el mayor).
Isabel se había prometido a sí misma que nunca más visitaría una consulta; aunque, por suerte para David, hizo una última excepción con el doctor Ángel Díez Cuervo. "Él fue quien me dijo que tenía autismo". El neuropsiquiatra también le dijo que en España no había los medios ni los cuidados que iba a necesitar el chico. "Pues si no los hay, habrá que crearlos", le respondió Isabel.
Desde entonces han transcurrido 42 años. David sabe que tiene autismo y su madre sabe que no será ingeniero, pero que es feliz. Su nivel de autonomía no es habitual en las personas con este trastorno, como explican los especialistas que le conocen, pero es un símbolo, un ejemplo, un guiño al destino.
Diagnóstico precoz
Si en algo coinciden todos los expertos en trastornos del espectro autista, es en la importancia del diagnóstico precoz. "Cuando yo empecé, hace casi 50 años, nadie sabía qué era esto", recuerda el doctor Ángel Díez Cuervo, neuropsiquiatra y asesor científico de APNA.
Ha pasado mucho tiempo desde aquellos errores fruto de la ignorancia, y a nadie ya le suena rara la palabra autismo; sin embargo, igual que es difícil saber cuántas personas adultas viven con este trastorno en nuestro país (Isabel Bayonas calcula que son unas 50 en la Comunidad de Madrid), tampoco es fácil decir cuántos niños llegarán a una situación más o menos autónoma en la edad adulta.
"No es lo mismo un adulto con autismo y retraso mental [algo que ocurre en el 70% de los casos], que va a necesitar un alto grado de supervisión en todas las áreas de su vida; que una persona con otro trastorno diferente como el síndrome de Asperger [considerado un tipo de autismo de alto rendimiento, con un nivel de inteligencia promedio] que puede alcanzar una integración en el mundo laboral y social más adecuada (aunque con apoyo externo)", explica Pilar Martínez Borreguero, psicóloga del Hospital Reina Sofía de Córdoba.
Como añade por su parte Díez Cuervo, las necesidades de estas personas en su edad adulta van a depender de las propias características del trastorno, de su nivel de desarrollo intelectual y lingüístico, de si padecen otros problemas de salud asociados (como la epilepsia), de los apoyos comunitarios y de la atención temprana recibida desde su infancia.
David, por ejemplo, no sabe leer ni escribir, tampoco maneja dinero, ni es capaz de comprender las frases con doble sentido. En cambio, David es "un caballero", es educado, sabe que debe ayudar a sus amigos y que tiene que aprender "cada día una cosa nueva". David, ferviente madridista, dice que "los flojos no valen nada" y que "los políticos son unos mentirosos". Se sabe de memoria la fecha del cumpleaños de 376 personas que conoce; dos más si se tienen en cuenta la de esta redactora y el fotógrafo de EL MUNDO, "uno de los periódicos que más vendo en el quiosco".
¿Y después qué?
El problema para muchas familias se plantea cuando los jóvenes acaban su etapa en los centros escolares (específicos o integrados) y tienen que decidir qué hacer con ellos
Alicia Fernández Sáenz de Pipaón, directora del Centro Leo Kanner para personas con autismo de Logroño, distingue además entre los grandes dependientes (con alguna discapacidad asociada), que pueden ir a centros de día o residencias; y los casos de mayor desarrollo intelectual, que pueden optar por centros especiales o incluso algún tipo de actividad laboral más o menos normalizada.
Las pautas generales no sirven, sino que hay que establecer un itinerario individual, adaptado a sus capacidades; "no hay que olvidar que el autismo es un paraguas enorme que abarca situaciones muy distintas", indica esta especialista.
En cualquiera de los casos, la mayoría de edad representa un momento crítico para las familias, que pueden atravesar por una situación de estrés y ansiedad añadido en la que necesitan orientación. Si en algo coinciden todas las personas consultadas es al responder cuál es la principal preocupación de todos los padres: "¿Qué va a ser de él cuando yo no esté?".
David dice que él no quiere ir a una residencia, y su madre Isabel tiene un pacto con sus otros hijos para que cuiden de él en el futuro, como ya hacen cuando ella viaja por el mundo dando conferencias o reuniéndose con las autoridades.
Achaques físicos
La angustia de las familias sobre el futuro de sus descendientes se suma a una situación de desgaste y agotamiento físico en los padres. "Cuando deciden ingresar a su hijo, aparecen de repente todos los achaques propios de la vida que han llevado", explica Alicia Fernández, "todas las noches sin dormir, de tensión constante, de preocupaciones...".
Hace tiempo que la ayuda de los abuelos para quedarse con los chicos no es suficiente y es necesario tomar una decisión. En ese momento no son extraños los sentimientos de culpa y una cierta sensación de nido vacío; aunque para su tranquilidad, los especialistas también consideran que muchos de ellos pueden experimentar una mejoría al ingresar en la residencia: "En algunos casos se ha visto que evolucionan favorablemente, porque entran en un entorno con rutinas muy rígidas y profesionales muy especializados", asegura Helena Gandía, psicóloga de APNA.
"En España existe una tendencia –que no se observa en países como Reino Unido, Holanda o Noruega– a que la familia asuma la gestión de una patología crónica y grave. El sentimiento de culpabilidad y la percepción errónea sobre los cuidados necesarios también dificultan que nuestro país se vea obligado a invertir más dinero en la creación de recursos específicos", apunta la psicóloga del Reina Sofía.
El Leo Kanner de Logroño (dependiente del Gobierno de La Rioja y gestionado por la asociación de padres ARPA) es un ejemplo de este tipo de instituciones especializadas. En sus 5.000 metros cuadrados alberga un centro de día para 30 personas y 20 plazas adicionales de residencia. Allí, comparten casas independientes para cinco personas en un sistema que, tutelados por un educador, les permite llevar una vida más o menos autónoma. "Por la mañana se levantan, se preparan el desayuno según sus posibilidades y recogen la casa antes de salir al centro de día", explica su directora.
En Guipúzcoa, por su parte, la asociación Gautena ha optado por otro modelo diferente a través de una red de 180 profesionales que apoyan a unas 450 familias. Como explica Joaquín Fuentes, especialista en Psiquiatría Infantil de la Policlínica Guipuzkoa, "se ofrecen clases integradas en colegios ordinarios, hogares de grupo o esquemas de apoyo familiar" que pretenden que las personas con autismo puedan integrarse al máximo en la sociedad, sin necesidad de permanecer ingresados en centros específicos. De hecho, explica, se fomenta que los jóvenes salgan de su hogar cuando sus padres aún están bien de salud, "para que no lo pierdan todo de golpe y puedan tener una independencia progresiva".
Al margen de estas cuestiones, las personas con autismo tienen, básicamente, la misma esperanza de vida que el resto y, por lo general, un buen estado de salud. Es cierto, como reconoce Martínez Borreguero, que pueden padecer trastornos psiquiátricos añadidos, lo que les obliga a tomar mucha medicación desde niños. "Antipsicóticos para las obsesiones, antiepilépticos para las crisis graves de comportamiento, ansiolíticos para dormir... A eso hay que sumar que pueden tener más accidentes por carecer de sensación de peligro", aclara Alicia Fernández.
Aunque la situación ha mejorado mucho en los últimos años, los padres lamentan que aún no es suficiente. "Llevamos años de desventaja con respecto a otras discapacidades", explica Gandía. Isabel Bayonas conoce bien la situación: "Hasta hace poco era algo desconocido y aún hoy son personas invisibles en muchos países".